La Novela Negra Y El Jazz
La novela negra, roman noir, en francés y hard-boiled (hervido hasta endurecer) en inglés es un subgénero de la novela policíaca en la cual el protagonista suele ser un detective privado, las femmes fatales pululan por las páginas del libro, hay asesinatos, la ética de los personajes es bastante turbia y todo lo que rodea al misterio es más importante que su propia resolución.
Confieso ser un entusiasta de este tipo de novelas y un motivo adicional al literario se debe a la música que subyace en sus argumentos, ya que la mayoría de las veces se trata de jazz que aparece de forma implícita o explícita.
Confieso también que me gusta hacer volar a mi imaginación con el fin de encontrar qué canción o canciones, le irían bien a la novela, según el contexto o las situaciones que se describen.
Me vais a permitir que exponga en este artículo mi pequeño entretenimiento (o juego) con cuatro ejemplos extraídos de otras tantas novelas.
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“Era la una de la madrugada cuando Carl, el portero nocturno, apagó la última de las tres lámparas de mesa del vestíbulo principal del hotel Windermere. El azul de la alfombra se oscureció un par de tonos y las paredes retrocedieron hasta hacerse distantes. Las sillas se llenaron de sombras perezosas. Los recuerdos colgaban como telarañas en los rincones.
Tony Reseck bostezó. Ladeó la cabeza y escuchó la frágil, nerviosa música que salía de la sala de radio situada detrás del pequeño arco en que terminaba el vestíbulo. Frunció la frente. Aquella debería ser su sala de radio, a partir de la una de la madrugada. Nadie debería estar en ella. Aquella pelirroja le destrozaba las noches.
Desapareció el fruncimiento y una sonrisa en miniatura se le dibujó en las comisuras de la boca. Aflojó los músculos. Era un hombre de edad madura, bajito, pálido, barrigón, de largos y delicados dedos ahora asidos al diente de alce de la cadena de su reloj; dedos largos y delicados, de ilusionista, dedos de uñas brillantes, bien perfiladas, de afiladas falanges inferiores, dedos de extremos un tanto espatulados. Dedos hermosos. Tony Reseck se frotó las manos con dulzura. Había una paz en sus tranquilos ojos grisáceos.
El fruncimiento volvió a su rostro. La música le molestaba. Se levantó con singular agilidad, de un solo movimiento, sin apartar las manos de la cadena del reloj. Sentado con sosiego en determinado momento, al siguiente ya estaba erguido, aplomado sobre los pies completamente inmóvil, tanto, que el movimiento de levantarse lucía como una acción imperfectamente percibida, como un error visual.
Empezó a caminar pisando delicadamente la alfombra azul con sus zapatos pequeños y brillantes y cruzó la arcada. La música había aumentado de volumen. Contenía el ruido ardiente y corrosivo, las carreras frenéticas y nerviosas de una competición, de música improvisada. Sonaba demasiado alta. La pelirroja estaba sentada y contemplaba en silencio el enrejillado de la voluminosa radio como si pudiera ver a la orquesta, su estereotipada sonrisa profesional, el sudor que corría por las espaldas. Estaba ovillada con las piernas bajo el cuerpo en un sofá que parecía tener casi todos los almohadones de la sala. Se encontraba primorosamente envuelta en ellos, como un ramillete en el papel de la floristería.
No alzó la cabeza. Siguió inclinada, una mano cerrada sobre la rodilla color durazno. Vestía un pijama de seda de gruesos ribetes y bordado de negros capullos de loto.
– ¿Le gusta Goodman, señorita Cressy? -preguntó Tony Reseck.
La chica movió despacio los ojos. Había poca luz, pero el violeta de aquellos ojos casi ofendía. Eran unos ojos grandes y profundos, sin la menor huella de pensamiento en ellos. Su rostro, clásico, carecía de expresión.
No dijo nada.
Tony sonrió, se llevó los dedos a las comisuras y los movió uno por uno, consciente de su contacto.
– ¿Le gusta Goodman, señorita Cressy? -repitió con amabilidad.
– Lo detesto -dijo la chica, con una voz sin inflexiones.
Tony se balanceó sobre los talones y la miró a los ojos. Grandes, profundos, vacíos. ¿O no? Se inclinó y apagó la radio.
– No me interprete mal – dijo la chica -. Goodman saca dinero y un tipo que saca dinero legal en estos tiempos es un tipo al que hay que respetar. Pero su música parece de cervecería. Prefiero las cosas un poco acarameladas”.
La música que he elegido está interpretada por la orquesta de Benny Goodman. El tema se titula «King Porter Stomp», una composición de Jelly Roll Morton de 1906, aunque no se editó hasta 1924. La grabación se realizó el 7 de enero 1935.
El párrafo que he escrito está extraído de la historia corta «Estaré esperando» – que es la denominación que le han dado al relato en castellano – y que es una de las trece que componen la obra de Raymond Chandler titulada de «The Simple Art of Murder» y editada en 1950.
Raymond Thorton Chandler (1888 – 1959) será uno de los mayores exponentes de la novela negra estadounidense, además de un prolífico escritor de artículos en revistas y periódicos. En su paso por Hollywood fue nominado al Oscar al mejor guion adaptado (junto a Billy Wilder) por la película Perdición de 1944 y al Oscar al mejor guion original por La Dalia Azul de 1946.
Su mayor logró fue dar vida literaria al cínico, pesimista e idealista detective, Philip Marlow, que esconde su propia personalidad al verse rodeado de una sociedad corrupta.
– Vaya es usted un desastre, ¿no cree, Marlow?
– No soy muy alto tampoco. La próxima vez me pondré zancos. Luciré una corbata blanca y traeré una raqueta de tenis.
– ¿Cree que siempre puede manejar a todo el mundo como si fueran focas amaestradas?
– Desde luego que sí y además me sale bien.
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Grave Digger y Coffin Ed eran hombres prácticos. Se daban cuenta de que no tenían ningún sexto sentido. Por eso contaban con soplones a todos los niveles de la vida: criminales, hombres honrados y vagabundos. Los dos detectives tenían muy bien organizadas las horas y lugares para entrevistarse con sus informadores; ningún soplón conocía a los otros, y sólo unos cuantos que lo eran realmente eran conocidos como tales por los demás. Pero, sin ellos, la mayor parte de los crímenes quedarían impunes.
Comenzaron a establecer contacto con sus soplones, aunque sólo con los que pertenecían al circuito de los pequeños robos. Grave Digger y Coffin Ed sabían que no les sería posible dar con el paradero de Deke mediante chivatos; al menos, no aquella noche. Pero tal vez pudieran encontrar a un testigo que vio cómo se iban los asaltantes blancos.
Se detuvieron primero en el «Big Wilt’s Small’s Paradise Inn», en la esquina de la Calle 135 y la Séptima Avenida, y se instalaron un momento frente a la barra circular. Se tomaron dos whiskies cada uno y charlaron sobre el golpe.
Los taburetes de la barra y las mesas circundantes estaban ocupados por gentes de variados colores y ocupaciones, vistosamente vestidas y que podían pagar el precio del aire acondicionado y las sonrisas profesionales de las llamativas camareras que atendían el bar. El grueso encargado negro les indicó por señas que las bebidas iban por cuenta de la casa y los dos detectives aceptaron; podían permitirse aceptar invitaciones en «Small’s»: era un local decente.
Luego se dirigieron hacia la parte trasera y se situaron junto a la orquesta, observando cómo las parejas blancas y negras bailaban en el cabaret. Las trompetas hablaban y los saxos les respondían.
—Escucha eso —dijo Grave Digger, cuando el saxo inició un frenético solo—. Los cuerpos hablan por debajo de las ropas, ¿verdad?
Los otros dos saxos corearon al primero, aunque en un tono más bajo, mientras, como fondo, seguía el ritmo.
— En algún lugar de esta jungla están todas las soluciones — comentó Coffin Ed —. Si pudiéramos encontrarlas…
— Sí, es como cuando las calles tratan de hablar en un lenguaje que nunca hemos oído. Pero ellas tampoco pueden expresarse.
— No — dijo Coffin Ed—. A no ser que exista un alfabeto para la emoción.
— La emoción proviene de la experiencia. Si pudiéramos entender esos idiomas, solucionaríamos todos los crímenes del mundo.
— Vámonos — dijo Coffin Ed —. El jazz me dice demasiadas cosas.
— No es lo que dice, sino que uno no puede hacer nada al respecto — convino Grave Digger.
Dejaron a las parejas blancas y negras entregadas a sus frenéticos movimientos al ritmo del jazz y volvieron a su coche.
La música que he seleccionado se titula «Night Hop», es una composición del saxofonista, Benny Carter de 1940, y grabada por su orquesta el 25 de mayo del mismo año.
El libro del cual he extraído los párrafos que he escrito se titula «Algodón en Harlem» y está escritó por Chester Hymes en 1965. Los protagonistas de sus novelas son dos detectives negros de la policía de la comisaría de Harlem llamados, Grave Digger y Ed Coffin (en castellano, Sepulturero Jones y Ataúd Johnson).
Chester Hymes nació en la ciudad de Jefferson City, Misuri en 1909. Su autobiografía empieza así: “Negro, nacido y educado en América. El perjuicio racial fue uno de los motivos por los que dejé mi país. Pero tenía otros y lo sé. Uno, que poseía bastante dinero para poder viajar. Otro, que estaba a dos dedos de asesinar a Wandy Haygood, la mujer blanca con la que vivía y eso me aterrorizaba”.
Se autoexilió en París de una forma definitiva en 1956. Allí escribió sus novelas más duras, ya que tenía grabado en su memoria desde el último garito al último burdel del barrio negro de Harlem. En 1969, Hymes se trasladó a vivir al pueblo de Moraira en la provincia de Alicante donde falleció en 1984.
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“Me gusta mucho la música de jazz, y juro por todos los demonios de las regiones infernales que no será atacada ninguna persona en cuya casa esté sonando a plena potencia una banda de jazz a la hora que acabo de mencionar. Si todo el mundo tiene una banda de jazz tocando, bien, entonces mucho mejor para vosotros. Una cosa es segura y es que sobre algunos de los que no oigáis jazz el martes por la noche (si hay alguno) se abatirá el hacha.
Esperando que publiquen esto, y que pueda serviros de algo, he sido, soy y seré el peor espíritu que haya existido nunca tanto en la realidad como en el reino de la fantasía”.
EL ASESINO DEL HACHA
“Lewis nunca había visto nada igual. La ciudad estaba inundada de jazz. Desde los burdeles de Back o’Town y los locales nocturnos del Tango Belt hasta las casas y los cafés normalmente tranquilos. Mill y una canción se derramaban por las calles. A Lewis le daba la impresión, cuando iba de camino desde casa de Mayann hasta el cabaré, de que se estaban utilizando todos los medios posibles para crear música; en sitios donde no había banda, gramófonos a manivela, fonógrafos y pianolas hacían sonar canciones, mientras en otras partes músicos aficionados habían desempolvado sus instrumentos de tanto tiempo sin usar y formaban bandas con cualquiera que fuera capaz de tocar unas cuantas torpes notas. Era como si un espíritu se hubiera apoderado de todos los instrumentos de la ciudad y por ensalmo estos se hubieran lanzado a sonar. El ruido se agolpaba en las calles, donde a pesar de que apenas había empezado la noche, Lewis tuvo que sortear grupos ya borrachos que se tambaleaban entre bares y clubes.
Cuando llegó al cabaré percibió un ambiente electrizado, expectante. Al local lo habían decorado para la noche al estilo tropical, con rollos de papel de seda colgando del techo, y farolillos multicolores que difundían luces irisadas, y el bar y el escenario con hojas de palmera, cocos y juncos hawaianos falsos. Oyó que los dueños discutían sobre si añadir unas mesas a la pista de baile o por el contrario dejarla un poco más amplia apartando las mesas.
La banda ensayó unas cuantas veces la nueva canción, y luego se abrieron las puertas de golpe y a la media hora el local estaba atestado; todos bailaban, pateaban el suelo y aplaudían en un sudoroso frenesí avivado por el alcohol. Los collares de perlas se partían, las mangas de las camisas se desgarraban y los vestidos se empapaban de champán y sudor. Hasta los noctámbulos que normalmente se sentaban al fondo y que nunca parecían divertirse estaban bailando unos con otros. El gentío estaba tan excitado que la banda abandonó su repertorio habitual en el Tango Belt y se puso a tocar las canciones arrastradas y con un toque de blues que normalmente no se oían fuera de Back o’ Town.
El tema que he escogido se titula «Yellow Dog Blues» y lo escribió W. C. Handy en 1919. Lo ha interpretado Bessie Smith junto a la banda Henderson’s Six: Fletcher Henderson, piano; Bob Escudero, contrabajo; Charlie Dixon, banjo; Joe Smith, corneta; Coleman Hawkins, saxo tenor; Buster Bailey, clarinete; Charlie Green, tuba. La grabación se realizó en Nueva York el 6 de mayo de 1925.
Ray Celestin es un escritor y guionista de cine y televisión actual que ha publicado en España cuatro novelas: «El Asesino del Hacha» cuya acción se sitúa en Nueva Orleans en 1919; «El Blues del Hombre Muerto» en Chicago en 1928; «El Lamento del Mafioso» en Nueva York en 1947 «Sunset Swing» en Los Ángeles en 1960.
El fragmento que he escrito pertenece a su primera novela que está basada en hechos reales (entre 1918 – 1919, “el asesino del hacha” mató a seis personas en Nueva Orleans). Sus protagonistas son Ida Davis, una detective de la agencia Pinkerton y el inspector Michael Talbott. En los cuatro libros, Celestin se encarga de que aparezcan músicos reales de jazz a los que sitúa en circunstancias que bien podrían haber ocurrido.
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«Volví a mirar a aquella anciana; debía de tener casi ochenta años.
Yo ya había visto aquello antes: el miembro más viejo de una familia sobrevive a todos sus maridos, a sus hermanos e incluso, a veces, a sus propios hijos, así que las pertenencias de todos ellos acaban amontonándose en su gran casa solitaria con lo que termina viviendo con los muebles, las vajillas, la ropa y todos los chismes de cinco casas.
– Venga, Ezekiel, que ahora voy a ocuparme de ti.
La siguiente habitación por la que pasamos era el salón de música. Había tres pianos verticales y varios estuches de cuero con forma de guitarra, de violín e, incluso, de tuba
– Venga, quítate esa ropa y métete en la bañera – me dijo mientras abría una puerta que daba a un cuarto de baño pequeño. Yo titubeé un momento, pero ella movió la mano hacia adelante y hacia atrás demostrando su impaciencia, así que entré.
-Tienes suerte, porque yo me baño los miércoles, así que acabo de llenar la bañera – dijo, y me dejó solo para que me asease-. Tengo por ahí ropa de mi tío que puedes ponerte. Era más o menos de tu talla.
El cuarto de baño olía a jabón. Había un lavabo de latón, una cómoda y una bañera grande sobre unos pies de león.
Junto al lavabo había una mesa con una enorme concha marina llena de cientos de jaboncillos con forma de flor. Jabones rojos, verdes, amarillos, y también violetas y azules. Cada uno tenía una esencia ligeramente diferente pero la mayoría olía simplemente a jabón.
Me quité la ropa y me di cuenta de lo mal que olía después de dos días sin lavarme. Intenté dejarla apilada en un rincón donde aquel mal olor no resultase demasiado ofensivo en un cuarto de baño tan lleno de buenos aromas y, a continuación, de un salto me metí en la bañera.
– ¡Aj! ¡Uy! – El agua estaba tan caliente que estuve a punto de dar otro salto en dirección contraria. Pensé que aquella mujer estaba intentando matarme.
– Está buena tan calentita, ¿eh, Ezekiel? El secreto para tener una vida larga es un baño bien caliente dos veces por semana y no tomar nada de alcohol.
Poco a poco me fui acostumbrando a la temperatura del agua. El calor, unido a la fiebre, me hicieron sentirme aún más cansado y mareado. El sol se colaba a través de la cortina de encaje de la ventana. La señorita Dixon – más tarde me enteraría de que su nombre de pila era Abigail – encendió una radio en algún punto de la casa y todo se inundó con música de una gran orquesta de jazz. La casa se llenó de sonidos de clarinetes y pianos. Fue la sensación de mayor refinamiento que yo había experimentado hasta aquel momento.
El 12 de abril de 1939, The Woody Herman Orchestra grabó en Nueva York el tema At The Woodchopper’s Ball composición de Herman y Joe Bishop. Los músicos fueron: Tommy Linehan, piano; Walter Yoder, contrabajo; Frank Carlson, batería; Hy White, guitarra; Clarence Willard, Steady Nelson, Mac MacQuordale, trompetas; Joe Bishop, fliscorno; Neal Reid, trombón Ray Hopfner, Joe Estren, saxos altos; Saxie Mansfield, Pete Johns, saxos tenores; Woody Herman, clarinete.
La novela de la que ha salido el fragmento se titula «De Pesca (Gone Fishin’)» escrita por Walter Mosley en 1999. Está protagonizada por el afroamericano, Easy Rawlins una especie de detective privado a la manera de Phillip Marlow. La ciudad de Los Ángeles es donde resuelve los casos difíciles y conflictivos que se le presentan. La acción del libro que nos ocupa está situada en el año 1939.
Walter Ellis Mosley (Los Ángeles, 1952) es un novelista, ensayista y profesor universitario estadounidense que es mundialmente conocido gracias a sus novelas protagonizadas por Easy Rawlins. Además, el presidente Obama comentó que Walter era uno de sus escritores favoritos por lo que su popularidad subió varios enteros.
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Estos han sido los cuatro pasajes de otras tantas novelas que he elegido para mostraros mi pequeño pasatiempo con el género negro. Espero que los hayáis encontrado interesantes.