Historias de Nueva Orleans (VII): El Corsario Jean Lafitte

Edward Nichols
HMS Sophie
Jean Lafitte
Joseph Sauvinet
La isla «Grand Terre»
William Claiborne
Jacques Villeré
General Andrew Jackson
Presidente James Madison
Jean Lafitte
Historias de Nueva Orleans (VII): El Corsario Jean Lafitte

El Tratado de Gante, firmado el 24 de diciembre de 1814 en esa ciudad (hoy belga), significó el fin de la guerra angloestadounidense de 1812. Sin embargo, ese acuerdo no llegó con el tiempo suficiente a los mandos de las fuerzas británicas asentadas en América ni tampoco a, James Madison, presidente de la recién nacida república estadounidense, que no pudieron evitar la llamada Batalla de Nueva Orleans. Esta confrontación dio comienzo el 23 de diciembre de 1814 y terminó el 8 de enero de 1815. Esta corta guerra está considerada como la última tentativa que tuvieron los británicos de recuperar alguna de sus antiguas colonias americanas después de perder la Revolutionary War (1775 – 1783) (conocida también como La Guerra de Independencia Norteamericana). 

El mando británico eligió para la conquista de Louisiana al coronel Edward Nicholls que desarrolló una inteligente estrategia para conseguir que los piratas de Barataria se unieran a sus fuerzas en contra de los norteamericanos. 
Estos implacables hombres tenían su centro de operaciones en la isla Grand Terre, situada en el Golfo de México a unas 40 millas de Nueva Orleans, y muy bien guarnecida por los propios accidentes geográficos que la rodeaban. La mayoría de ellos eran corsarios, es decir navegaban bajo bandera de toda aquella nación que les otorgaba patente de corso para atacar y desvalijar cualquier barco perteneciente a él o a los países con los que estaba en guerra. 

Nichols fondeó su barco, el HMS Sophie, frente a la isla de los corsarios y a través del catalejo divisó a cientos de hombres que dormitaban, medio desnudos en una playa. Desde ella partió una lancha con cuatro remeros y un quinto hombre situado a proa. Desde el “Sophie” botaron otra barca en la que iban los capitanes McWilliams y Nicholas Lovcer de la Marina Real. Las pequeñas embarcaciones se juntaron en el canal que conducía a la playa y los británicos, en un mal francés, dijeron que querían reunirse con el sr. Lafitte. El hombre situado a proa les respondió que quizás se encontraba en la playa. Una vez que todos desembarcaron esa persona les condujo por un camino sombreado hasta llegar a una suntuosa casa con una larga galería. Llegados a ese punto, el hombre se presentó: “Señores, yo soy Jean Lafitte”. 

Jean Lafitte continúa siendo hoy en día una de las más enigmáticas figuras en la historia americana. Está a la altura de Davy Crockett, Daniel Boone, Kit Carson, Wyatt Earp o Wild Bill Hickok.

No está ni mucho menos fielmente documentado dónde nació Jean Lafitte. Una buena parte de las fuentes consultadas se inclinan por la ciudad de Bayona o Biarritz, en el País Vasco Francés. Su padre era francés y su madre una judía sefardita expulsada de España. Se sitúa a la familia Lafitte en la colonia francesa de Santo Domingo (hoy Haití) a finales del siglo XVIII. 
Jean y su hermano Pierre llegaron a Louisiana procedentes de Haití en 1807 y la profesión de ambos era la de corsarios, un trabajo nada respetable e incuestionablemente peligroso. A Jean, en la veintena, se le suele describir como un hombre alto – algo más de 1,80 cmts. – pelo negro y penetrantes ojos del mismo color. El ceño siempre fruncido y un comportamiento propio de un gallo de pelea. Una persona inteligente a la que le gustaba jugar y beber. 

Jean y Pierre Lafitte nada más llegar a Nueva Orleans se vieron rodeados de un amplio grupo de amigos y de subordinados. El primer negocio que montaron fue una herrería que les iba a servir de tapadera para revender en ella las mercancías obtenidas de sus saqueos en alta mar.  Joseph Sauvinet, un francés que se había convertido en el principal hombre de negocios de la ciudad les indicó (con un porcentaje del botín) cuales eran las rutas seguras para poder introducir de contrabando cualquier producto sin que cayera en manos de los agentes de aduanas. 
Los Lafitte eligieron la Bahía de Barataria como su base de operaciones, en particular la estratégica isla de Grand Terre que estaba lo suficientemente elevada como para protegerse si no de todos, sí de la mayor parte de los huracanes. 

La Bahía de Barataria, desde tiempos inmemorables, estaba asociada a piratas, contrabandistas y corsarios que la utilizaban como refugio después de haber consumado sus tropelías. Jean Lafitte llegó a acuerdos con todos ellos y se convirtió en su jefe. Su poder en el mar, a partir de entonces, fue apabullante, casi comparable con el de cualquier nación importante. 
Bajo su mando, sus “tropas” apresaron a más de 100 navíos y los desvalijaron. La “mercancía” más valiosa eran los esclavos que capturaban en barcos que navegaban alrededor de la ciudad de la Habana, ya que esta se había convertido en el punto de venta de africanos más importante del hemisferio oeste. 
En el año 1813, “Barataria” había alcanzado la cúspide de prosperidad. Al amanecer, los “baratarianos” colocaban panfletos en los edificios de Nueva Orleans que detallaban la mercancía que en esos momentos se hallaba depositada en sus almacenes. Esos depósitos estaban situados a medio camino entre la Gran Terre y la ciudad. Los ricachones de Nueva Orleans, de Louisiana, incluso de territorios limítrofes no tenían ningún pudor en hacer negocios con Lafitte para comprar esclavos, joyas, telas, mobiliario… y cualquier producto atractivo que encontraran en sus almacenes. 

En primavera de ese mismo año, la escandalosa notoriedad de Jean Lafitte hizo mella en, William Claiborne, gobernador de Louisiana que veía como al puerto de Nueva Orleans llegaban cada vez menos barcos, aparte de que el poder del corsario se le había escapado de las manos. Así que tomó la decisión de proceder contra él acusándole de piratería. Incluso ofreció $5.000 de recompensa por su captura. Esta retribución no tuvo repercusión alguna, pero el gobernador consiguió capturar a Pierre Lafitte – mientras iba caminando tranquilamente por Nueva Orleans – y le acusó de ser cómplice necesario en las acciones punibles de su hermano y le encarceló sin fianza. 

Volviendo a la playa de la isla de Grand Terre, los oficiales ingleses le mostraron a Lafitte unos documentos firmados por el W. H. Percy, comandante supremo de la armada británica en América, que exponían que, si Lafitte y sus hombres no se unían a sus fuerzas, su flota destruiría Barataria por sus actividades como corsario al atacar navíos británicos y españoles. Si aceptaba su proposición recibiría tierras en América, aparte del perdón total por sus anteriores crímenes. Y como premio final le ofrecieron una recompensa de 30.000 libras (más de dos millones actuales). 
Lafitte les pidió dos semanas para realizar todos los preparativos necesarios para entrar en combate y después estaría a su entera disposición. 

Una vez que los británicos abandonaran la isla, Jean Lafitte se lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que en los Estados Unidos era donde había conseguido su fortuna, aunque fuese por unos medios no demasiado legítimos. Y que él se había convertido a la postre en un estadounidense que no podía traicionar a su país.  
Lafitte le escribió una carta a su amigo Jean Blanque, un importante miembro de la legislatura de Louisiana, en la que le relataba los planes de los británicos poniendo en su conocimiento que una gran flota se estaba preparando en esos momentos para atacar Nueva Orleans. 

Blanque le entregó la carta al gobernador y este se la enseñó a un recién creado comité cuyo objetivo era la seguridad pública. Estos miembros llegaron a la conclusión de que Lafitte era un pirata de la peor especie y que con esa carta lo único que quería conseguir era la excarcelación de su hermano. Sin embargo, el general Jacques Villeré máximo responsable de la milicia de Louisiana declaró que podría darse el caso de que los “baratarianos” se considerasen norteamericanos y por ello querían ayudar a su país. En ese momento el comandante Daniel Patterson y el coronel Robert Ross anunciaron que iban a formar una expedición para echar a Lafitte y los suyos de Grand Terre. 

Los espías que poseía Lafitte en Nueva Orleans le fueron con la mala noticia de que una flotilla a las órdenes de Patterson se disponía a atacar Grand Terre. Lafitte le escribió, esta vez, una carta al propio gobernador en la que le comunicaba que ponía a su servicio todas sus bien armadas naves en defensa de la ciudad, con la única condición de que se le concediera el perdón para él, su hermano y todos sus hombres. 
El general Andrew Jackson, que acababa de llegar a la ciudad para hacerse cargo de todas las fuerzas americanas en el caso de una invasión británica, leyó la carta y solamente dijo: “Esos son unos bandidos del diablo”. 

Al no recibir ningún tipo de noticia de Nueva Orleans, Lafitte ordenó a la mayoría de sus hombres que embarcaran llevándose, en primer lugar, todo el armamento y las municiones que pudieran y se dirigieran a un punto acordado. En la isla, dejó a 500 hombres armados con fusiles por si los británicos la atacaban. En el caso de que aparecieran los norteamericanos deberían escarpar sin dispárales un tiro. Lafitte se refugió en una plantación al noreste de Nueva Orleans propiedad de un amigo suyo. 
Al día siguiente, 16 de septiembre de 1814, Patterson llegó a Grand Terre y vio como los hombres que estaban en la isla escapaban en todas direcciones. Consiguió capturar a 80 que fueron encerrados en la cárcel al llegar a Nueva Orleans. Los norteamericanos requisaron todo lo que había de valor en los edificios, 40 en total, y les prendieron fuego. 

Antes de que empezara la Batalla de Nueva Orleans las fuerzas de los dos contendientes eran las siguientes: 
Las fuerzas británicas, en un número entre 11.000 y 14.000 combatientes, estaban formadas por veteranos de la guerra contra Napoleón en Europa, de la Revolutionary War y, a estos se les unieron, el 1º y 5º Regimiento de West India y unos 1.000 soldados negros procedentes de Jamaica, Barbados y Las Bahamas. 
Los estadounidenses, en un número entre 3.500 y 5.000, procedían de los ejércitos de Kentucky, Tennessee, Mississippi, de las milicias de Louisiana, de la tribu de los indios Choctaw y, por último, de las milicias creoles. 

Unos días antes de que la batalla comenzara, Jean Lafitte se personó en Nueva Orleans, aun sabiendo que allí era persona non grata y que podía ser detenido y encerrado. Contactó con el general Andrew Jackson y le reiteró su intención de luchar con todos sus barcos y sus hombres contra los británicos. 
El general no tomó ninguna decisión y llegó el 23 de diciembre de 1814 y la contienda comenzó. En sus primeros días las fuerzas británicas consiguieron traspasar las primeras líneas de defensa americanas. Jackson pensó en Lafitte, y después de una serie de complejas negociaciones en las que se vieron envueltos miembros importantes de la legislatura de Louisiana y un juez federal, Lafitte fue escoltado al edificio donde estaba ubicado el cuartel general de Jackson. Para su sorpresa no fue tratado como un vulgar y desesperado pirata, sino que fue recibido con la cortesía propia de un “gentleman”.

Los “baratarianos” acordaron organizarse en dos destacamentos de artillería, uno bajo el mando de Dominique You y el otro bajo las órdenes del primo de Lafitte, Renato Beluche. Lafitte fue nombrado ayuda de campo no oficial de Andrew Jackson. 
El 8 de enero de 1815, la batalla terminó con la victoria de las fuerzas americanas. El 21, las tropas victoriosas marcharon en formación seis millas, desde el campo de batalla hasta Nueva Orleans. Entre ellos estaban, Jean y Pierre Lafitte y todos sus hombres que fueron aclamados como héroes por todos los ciudadanos que presenciaban la parada. 
El 6 de febrero, el presidente Madison realizó una proclama perdonando a Lafitte y a todos los “baratarianos” que habían luchado junto a la Armada Norteamericana. Lo que no consiguió el ahora “gentleman” fue que le devolvieran las tierras de la Bahía de Barataria. 

Jean Lafitte se asentó a 590 kilómetros de Nueva Orleans, junto a unos 500 hombres, en la ciudad de Galveston ubicada al noroeste del Golfo de México y perteneciente entonces al estado de México. En este enclave se pierden las huellas de Jean Lafitte o, dicho de otra manera, todo barco que era apresado por piratas o corsarios en las mencionadas aguas era atribuido a Lafitte. En el año 1818, un devastador huracán asoló Galveston sepultado, si la hubiere, cualquier pista o huella del corsario. 

Alrededor de 1950 apareció una autobiografía atribuida presuntamente a Lafitte que, sin duda, podría haber esclarecido la mayor parte de su existencia, pero para ello era primordial que se certificara que ese manuscrito era original suyo y ni siquiera en eso se pusieron de acuerdo los expertos. El documento se encuentra en el Sam Houston Regional Library and Research Center de Liberty”, Texas, a la espera de que nuevas evidencias puedan resolver de una vez por todas el enigma que rodeó y rodea a este legendario personaje. 

Jean Lafitte, para una parte de los estudiosos, fue un pirata, un asesino y un villano sin escrúpulos. Otros lo consideran un gran patriota, un hombre incomprendido, un caballeroso forajido, alguien que operó según la legalidad vigente, entendiendo con ello que poseyó “Patente de Corso”. A los habitantes de Nueva Orleans les tiene sin cuidado la opinión de los estudiosos, biógrafos e historiadores, y si se ponen o no de acuerdo. Para ellos, Jean Lafitte fue “su héroe” y lo sigue siendo. 

 

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